Us recomano la lectura d’aquest article de Pilar Rahola, publicat diumenge a La Vanguardia. Val la pena llegir-lo, tot i que el seu titular pugui despistar.
Tu papá es el pizzero
Lo sé. El título es una provocación. Y, como toda provocación, una mera caricatura del tema que se va a tratar. Pero también tiene la virtud de poner sobre la mesa el absurdo al que se puede llegar cuando el rizo de una ley chapotea burdamente en el territorio frágil de la intimidad. Hablo del redactado del nuevo Código de Familia que la consellera Tura ha presentado estos días. En él, y más allá de algunas buenas reformas, encontramos unos peculiares redactados que intentan legislar alegremente el comedor de casa. Veamos las tres perlas de este código que nace con vocación progresista, pero cuya intención resulta harto reaccionaria.
Primera perla: se mantiene la mención a la “fidelidad” como obligación matrimonial. Ello ya existía en el redactado del código anterior, pero a ninguna preclara mente progresostenible se le ha ocurrido pensar que la “fidelidad” es una cuestión que forma parte del pacto de convivencia de cada cual, y que las leyes no tienen que entrar en el lecho de la gente. Es decir, este nuevo código no ha caído en la cuenta de que la fidelidad no es una cuestión legal. Es una estricta cuestión íntima. Y lejos de suprimir tamaña antigualla, la han mantenido. La segunda perla es mucho más grave, porque afecta al territorio sensible de la relación entre padres e hijos. Dice el artículo 235-49 de este nuevo redactado que los padres adoptantes tiene la obligación de decir a sus hijos que son adoptados, y hacerlo, en cualquier caso, antes de los 12. Es decir, este nuevo código tiene la pretensión de entrar en el ámbito privado de la relación padres-hijos y exigir a los padres el qué y el cuándo tienen que dar una información familiar. Entonces, ¿por qué quedarnos en los hijos adoptivos? ¿Y si el niño no es hijo biológico del señor con bigote que se sienta a la mesa, y ejerce de padre, sino del robusto pizzero? ¿El código exigirá a los padres claridad en la materia? ¿Qué diferencia hay entre el “niño, naciste en Siberia” y el “niño, naciste del butanero”? Y, puestos a plantear absurdos declarativos, cuya capacidad de imposición es tan nula como su efectividad, ¿por qué se queda ahí la cosa? ¿Por qué nuestros preclaros legisladores no se plantean obligar a dar otras informaciones sensibles, de las muchas que la imaginación permite?
Las dos respuestas que hasta ahora he oído resultan esperpénticas. Una asegura que esto es meramente declarativo, que no sirve de nada, y que nadie pondrá un policía a preguntar a los niños. Entonces, ¿por qué llenar el código de declaraciones retóricas y estériles? Y la segunda respuesta habla de los derechos de la infancia, y ahí el terreno se vuelve resbaladizo. Los padres tienen la obligación de amar y proteger a sus hijos, pero la manera como los educan es decisión suya y, más allá de los consejos psicológicos, tienen el derecho de que nadie les diga qué tienen que decir a sus hijos. Puestos a inmiscuirse groseramente en el comedor de casa, ¿por qué el código no legisla también lo que tienen que comer, o leer? Situar, además, la edad tan vulnerable de los 12 años como límite legal para esa información sensible es una barbaridad psicológica que cualquier experto abominaría.
Finalmente, nuestros estimados políticos también incluyen que es obligatorio repartir las tareas domésticas. Es decir, ponen en un texto legal la obligatoriedad del lavar, el planchar, etcétera. No entiendo el motivo por el que, puestos a obligar, no incluyen la obligatoriedad del placer conyugal. Por supuesto, es necesario que los hombres compartan las necesidades domésticas. Pero convertirlo en ley es una sandez, primero porque es otra declaración retórica, y segundo porque las leyes no deben legislar el pacto de convivencia de cada cual.Sumadas las tres perlas, lo que queda es un tufillo progre-moralista que trata a los ciudadanos como seres inmaduros que no saben gobernar el comedor de casa. Si este código lo hubiera redactado algún colectivo religioso, tendríamos pancartas en la calle. Pero lo redacta la progresía, y su latosa injerencia en el comedor de casa se convierte en un bien solidario. Y es que no hay nadie con más vocación sacerdotal que un progresista dogmático.
Pilar Rahola
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